martes, 6 de abril de 2010

SIN TÍTULO

Aquel día desperté con ganas de mandarlo todo a volar; no quería nada, nada… No quería ver la cara siempre inquisidora de la mujer que decía ser mi novia. Sí, siempre me miraba con cara de meestásengañandozorrodeputamadre y, aunque a veces era cierto que la engañaba, ella me miraba de esa forma por si acaso, porque nunca tuvo una prueba de mis infidelidades. No tenía ganas de ir a la oficina, gracias al estúpido de Rodríguez, el lamesuelas del jefe: un tipo de 1.65, dientes salidos y ojos saltones que al mínimo descuido tuyo, te podía meter en un problema con el pluma blanca. Algún día me pilló descansando, mientras preparaba un artículo sobre lo deliciosas que son las albóndigas suecas, y me gané un memorando del jefe, el cual decía que al recibir noticias de mi falta por una fuente confiable, la próxima sería causal de sanción… No tenía ganas de salir de mi apartamento, no tenía ganas de escribir, ni de hablar, ni de ver, ni de leer… De nada. Nada en lo absoluto.

Decidí llamar a la oficina y dije que estaba sufriendo de unos dolores en la mente, en el bazo y en la nuca, producto de una intoxicación causada por unos raviolis rancios que comí el día anterior. Rodríguez (quien contestó la llamada) comentó inmediatamente: - el jefe espera ver la justificación de la incapacidad, firmada por un médico certificado, o si no…-
-O si no ¿qué?- le pregunté.
-Sabes que tienes ya varias faltas-.
-No tiene por qué incumbirte- contesté.
-Claro que sí, porque como empleado de esta distinguida publicación semanal, debo velar por el cumplimiento de las labores de todos mis pares-.
-Bueno. Mañana tendrá el JEFE la incapacidad certificada. Hasta luego-.
Colgué el teléfono de manera que el sapo de Rodríguez se diera cuenta de mi disgusto hacia él y me dirigí a la cocina. Miré la nevera y encontré, como todos los días, los huevos y el jugo de naranja con la marca de supermercado del barrio que Adriana (mi “novia”) me traía para efectos de prepararme el desayuno. Odio ese jugo.
Mientras me disponía a preparar un omelet, el chirrido que emitía el teléfono cuando sonaba, me asustó y me hizo voltear el plato en el cual revolvía los huevos. Maldije el día (como todos los días) y dejé que la contestadora cumpliera su labor. Era Adriana. Había llamado a la oficina para saludarme y al recibir de Rodríguez la noticia de mi enfermedad, me marcó para saber cómo estaba. Dijo: - Amoooooor, estás como grave, porque no contestas el tele. Ya voy para…
-¿Aló?- levanté el teléfono antes de que finalizara la oración.
-Amoooooor, te escucho la voz muy normal.
-Estoy enfermo del bazo, no tiene nada que ver con mi garganta-.
-Sí, pero cuando uno está enfermo, pone voz de enfermo-.
-¿Cómo es la voz de enfermo?- pregunté irónicamente.
-Pues, de enfermo. ¿Nunca te has escuchado cuando estás enfermo?-.
-No. Por lo general me preocupo más por mi salud que por mi tono de voz-.
-Bueno. El caso es que ya salgo para allá a cuidar a mi osiiiiiiiiiitooooooooooo…-.
-No vengas-.
-¿Por qué no, amorcitooooooooooooo?-.
-Porque no, y ya. Estoy grande como para cuidarme solo-.
-¡¡No, amor!! ¿Qué tal que te me empeores? Ya salgo para allá y te preparo una sopa de pollo, de esas que te gustan tanto-.
-No me gustan las sopas ¿de dónde sacas eso?-.
-Siempre te han gustado mis sopas- dijo, con voz temblorosa.
-No. No me gustan. Ni las tuyas, ni las de mi mamá, ni las de mi abuela… Odio las sopas…-
-Pe-pe-pe…-
-Pe-pe-pe nada. No vengas, no quiero de tu cuidado hoy. Y no se te ocurra llamar a mi madre porque no contestaré más llamadas ¿ok?-.
Colgó.
¿Nunca han sentido la necesidad de estar solos? ¿De aislarse de todos? Ese día en especial sentía que todas las personas que de una u otra manera intervenían en los diferentes ámbitos de mi vida eran un estorbo. Sentía por momentos la necesidad de hacer una selección exhaustiva entre mis conocidos y decidir entre quienes quería que hicieran parte de mi caminar y quienes no.
Caminé nuevamente hacia la cocina, tropezando el dedo meñique del pie izquierdo contra la pata de una silla, maldiciendo a los fabricantes de la silla y al árbol del cual sacaron la madera para hacerla… Limpié los huevos que derramé en el piso y saqué unas galletas saladas y el frasco de mermelada de moras de la alacena. Preparé varios sánduches de galleta con la mermelada, saqué el jugo para no atragantarme y me dirigí a mi cuarto. Encendí la tele y puse uno de los canales nacionales para enterarme de las noticias del día. Pura mierda: tres homicidios perpetrados por sicarios, enfrentamientos entre la guerrilla y los (para)militares; una vieja con veinte operaciones encima diciendo que la actriz de la novela de moda salió embarazada de su chofer… Desinformación, basura periodística. Me di cuenta de que llevaba 26 años dejándome alienar por la información amañada que pasaban en los noticieros… Demasiado tiempo sin hacer nada. Sólo estudiar lo que mis padres quisieron que estudiara, para que de mierda me sirviera porque terminé como un escritorzucho de artículos varios en un periódico amarillista.

No sé cuánto tiempo pasé al frente del televisor viendo al calvo imbécil que presenta el programa de variedades de la mañana y a sus invitados partícipes de la maraña de pecados que es la televisión nacional. Dos, tres horas, quizás. Pero me di cuenta de que debía pagar los recibos de los servicios públicos o, de lo contrario, no habría energía eléctrica para ver al día siguiente al calvo y a su séquito de animales, ni agua para pensar mientras me baño.
Me puse lo primero que encontré: el blue jean del día anterior, una camiseta de propaganda política que uso para dormir o que Adriana se pone después de que terminamos las faenas y los zapatos grises a los que se les mete el agua por un hueco que tienen en la suela. El banco queda a unas cuatro cuadras de donde vivo, así que, para que la ida no se hiciera larga, encendí un cigarrillo y mientras lo fumaba, caminaba y miraba al piso, tratando de no pisar las líneas que separan las placas de la acera. Pensé entonces en que tenía varios días sin hablar con mi padre. – Seguro está bien-, pensé, porque si algo malo le hubiera ocurrido, ya lo sabría. Las malas noticias son las que primero se saben…
Mi papá… Bien peculiar. Recuerdo que nunca nos entendimos y, sin embargo, siempre fui el único que lo apoyó. A pesar de todo, de su intolerancia, de sus rabietas, de sus insultos… Siempre estuve ahí, escuchándolo y opinando, aunque mi opinión de nada valiera. Sólo se le veía feliz cuando estaba con una mujer al lado, sin importar cuánta plata le sacara la misma. Nunca importó. Con tal de llenar su ego de macho, gastaba lo que se ganaba buscando con qué mujer fornicar, sin importar si a mí me faltaba un pantalón o si no había comida en la casa. Es un buen tipo, de todas formas. Solo que su ego de ex artista famoso no lo dejaba preocuparse por otras personas más que por él. Me dije que lo llamaría en la tarde. No lo hice.
Seguí caminando hacia el banco. Llegando a la esquina, un hombre de unos treinta años, delgado, con el rostro algo quemado por el sol y los ojos rojos por la marihuana que se fumó una hora antes, se me acercó.
-Regáleme una moneda, tengo hambre-.
-¿Sí? La próxima vez no te gastes la plata en drogas, imbécil, y cómprate algo de comer-.
-Lo que yo haga con mi plata es mi problema-, me dijo, con algo de rabia en sus ojos.
-Bueno, yo no te daré la mía, vago de mierda-.
Le di la espalda y, al segundo, sentí un golpe en mi nuca. El muy hijo de puta me dio un puñetazo y salió a correr y, a pesar de mis ganas de reventarle hasta las orejas, no hice nada. Me sacudí el dolor con otro cigarrillo y seguí caminando hacia el banco.
En la fila había 12 personas. Miré si había alguien interesante, pero, como raro, el banco estaba lleno de los mismos estereotipos: la anciana que no sabía cómo demonios llenar el volante de consignación; el nuevo rico que tenía problemas de manejo con su cuenta y que insultaba a una de las empleadas del banco, diciendo el siempre útil “usted no sabe quién soy yo”; el mensajero de la oficina de abogados con su bolso de cuero negro manchado; la buenona en licras, recién salida del gimnasio; el adolescente con cara de pocos amigos y camiseta de Iron Maiden, obligado a pagar los servicios por su papá, so pena de no dejarlo salir el viernes… Lo mismo de todos los bancos, todos los días. El monstruo financiero alimentándose de los incautos, abriendo sus fauces para tragar uno a uno los pocos pesos que se puede tener extra en este mundo. Sin contratiempos, llegué a la caja y pagué. Con una mirada entre asco y desdén, la cajera me dijo el protocolario “muy buenas tardes, señor” y me devolví hacia mi apartamento.
En la esquina siguiente había una cantidad de gente rodeando algo o a alguien. Me acerqué, por la necesidad morbosa de ver qué había ocurrido y vi el cuerpo del tipo que me había pegado en la nuca veinte minutos antes, tirado y sin vida al lado del semáforo. Había hecho lo mismo que hizo conmigo con un tipo que, por sorpresa, cargaba con un arma y le descargó sin titubeos cuatro tiros en la espalda. El tipo huyó.
Otro cigarrillo…
Casa.
Sentí algo de hambre y extrañé a Adriana porque no quería cocinar. Pero si no tenía el alma contenta, por lo menos quise tener la barriga llena y saqué del congelador una bolsa con carne y la puse a descongelar en el microondas. La llené luego de sal y pimienta y la puse a asar. Cuando estuvo lista, agarré un pedazo de pan que estaba encima de la nevera y serví un poco de jugo. Prendí la tele y salió en las noticias el homicidio del tipo que me pidió plata. Lo habían despedido de la empresa de seguridad donde trabajaba porque lo pillaron mirando por la ventana de un apartamento del edificio donde cumplía sus funciones y la señora (a quien veía mientras se masturbaba) se quejó ante la administración. Después de ello, su mujer lo abandonó, llevándose a su hija de 3 años con ella, porque le daba asco compartir la cama con un pervertido. Debí haberle dado plata para que se fumara el último porro al pobre diablo.
De repente me encontré solo en un desierto, parecido al Gran Cañón, encima de una de esas rocas enormes, erosionadas por lo que alguna vez fue un río. Había un personaje parecido a un duende, burlándose de mí, en medio de dos puertas, marcadas con el número uno la de la izquierda y con el dos la de la derecha. Le señalé la número dos y en seguida la abrió. No pude ver nada. Sólo oscuridad. Sólo caos. Me aparté del umbral, con el corazón a mil porque aquella oscuridad alteró mis nervios…
Desperté. Sin querer me quedé dormido con el plato a medio comer encima de mis piernas. Recordé el sueño que tuve y me sentí extrañado de haber rechazado el contenido de la puerta número dos porque mi vida siempre había sido vivida en la oscuridad, en el caos. Y una me incomodó. Siempre viví conforme con ello y, a pesar de haber buscado y encontrado la luz, preferí revolcarme en el barro con los cerdos que habitan este mundo. Mi ego no me dejaba vivir a la sombra de nadie, aunque ello me llevara a mejorar. Mi vida sería una miseria, pero sería un miserable libre. Quizás ni siquiera merecía vivir si pensaba de esa forma. Pero así decidí vivir. Era lo único que no se me había impuesto y estaba dispuesto a disfrutarlo. Estaba dispuesto a disfrutar de mi miseria.

Sonó el teléfono. Era Adriana de nuevo. Dejó un mensaje diciendo que no estaba dispuesta a que yo la tratara de esa forma, que las cosas hasta allí llegaban si no le contestaba el teléfono. No contesté… La despreciaba, pero hasta ese momento no pude alejarme de ella porque ella hacía parte de mi desgracia. Me dominaba, me chantajeaba, me menospreciaba pero era la única persona que en esos momentos quería compartir su tiempo conmigo. A pesar de que no era mucho lo que hacíamos juntos. Después de cinco años no es mucho lo que uno puede hablar con una persona a la que desprecia. Ella llegaba a mi apartamento con los huevos y el jugo de naranja barato y se sentaba conmigo en la cama. Hablaba de todo lo que había hecho en el día, hasta de qué color eran los calzones de la esposa de su jefe. Hablaba y hablaba mientras yo miraba la tele y asentía luego de que ella hacía sus pausas para tomar aire (porque no se callaba, agarraba impulso). La quise alguna vez, me sentía agradecido con ella por hacerme infeliz. Después de todo, yo había escogido serlo y ella, no sé si consciente o inconscientemente, me siguió el juego.
Esperé a que se me pasara el sopor que me invadía después de la extraña siesta y fui a la cocina nuevamente. Abrí la nevera y saqué una de las cervezas que allí había dejado hace unos días. La abrí y tomé un sorbo. Fui a la sala y prendí el computador. Abrí la página de mi correo electrónico y encontré lo de siempre: forwards acerca de lo lindo que es tener un amigo, oraciones a la virgen y fotografías pornográficas de alguno de mis pervertidos amigos. Nada especial.
La cuestión sobre mi vida en esos momentos era si en realidad deseaba salir de la agonía en la que yo mismo me puse. Vivía muerto. Muchas veces me aburría de lo vacía que era mi existencia pero ello hacía parte de mi decisión. Así quería vivirla. Entonces, aburrirme de ello era una especie de arrepentimiento de la decisión que había tomado. Interesante ver que en mi mente se armaba un debate entre el diablillo que quería que yo continuara con mi perezoso y negligente andar y el angelito que me impulsaba a cambiar de camino, a hacer algo bueno de mi vida. Pero ¿qué es bueno y qué es malo? Si la cuestión no se trata de ello, sino de justicia ¿qué es lo justo? Dicen por ahí que la justicia es dar a cada cual lo que se merece y yo merecía vivir en muerte. No tenía una razón verdadera para cambiar las cosas porque todas las personas cercanas a mí actuaban como si les importara un pito si evolucionaba o no y a mí sí que menos me importaba. Yo decidí tomar la miseria como el motor de mis actos y actuaba lo menos posible para que ello cambiara.
Puse algo de música, para relajarme un poco. Raro buscar descanso en el “metal”, pero era lo único con lo que podía identificarme hace unos años. Siempre luchando internamente, siempre preocupado por buscar algo mejor dentro de esta sociedad putrefacta. No importa cuánto luché, nunca conseguí nada. Pero fue bueno recordar en esos momentos aquellos tiempos en los que fui un soñador que criticaba las iniciativas gubernamentales por no centrarse en las necesidades de los más desvalidos. Gobierno tras gobierno se regalaba una porción del país a los leviatanes corporativos, que devoraban poco a poco las condiciones laborales de los nacionales y con ello sus voluntades. Odiaba al gobierno de derecha de turno y terminé odiando al de izquierda que le siguió porque al final ambos resultaron siendo una máquina burocrática conjunta, al servicio de quienes apoyaron las campañas. Todo siempre ha sido una pugna de poderes y quien lo tiene quiere perpetuarse en el mismo. Por eso odio la política. Nunca ha sido por el pueblo ni para el pueblo. Se trastorna el orden propuesto por los contractualistas dentro del cual el Estado debía trabajar para el pueblo y termina el último trabajando para el primero y temiéndole.
Mis remembranzas de rebeldía se vieron interrumpidas por el sonido desesperante del citófono. Contesté. Era Adriana. Me asomé por la ventana y vi que no me había dado cuenta de que había empezado a llover. La hice pasar.
Cuando abrí la puerta del apartamento, su primer impulso fue darme una cachetada que me alcanzó la oreja y casi me hace perder el equilibrio. Diez segundos después, y aún viendo puntos de colores, le dije:
-Te dije que no te quería aquí ¿qué necesitas?-.
-¿En verdad quieres que terminemos?- preguntó con la voz de quien lleva un día completo gritando.
-Sí-.
-Eres un hijo de puta. Sólo un hijo de puta manda a la basura cinco años de amor por una crisis existencial de tercera-.
-El amor no existe- dije.
-¿Cómo no va a existir? Yo te amo.
-¿Qué es para ti amar? Le pregunté
-El amor es dar al otro lo mejor de uno siempre, estar dispuesto a morir por la persona que se ama-.
-Si lo mejor que puedes darme son huevos y un jugo barato, no quiero tu amor-.
En ese momento vi cómo su expresión de dolor y tristeza se convirtió en una mueca de ira que deformó su rostro y sin decir nada me propinó un jab de derecha en la mandíbula inferior. Al ver mi falta de respuesta, intentó hacer lo propio con la otra mano, pero esa vez logré esquivarlo y, del impulso que llevaba, se fue de cara contra la mesa del comedor y la destrozó.
-¡Mira lo que has hecho, animal! ¡Mira cómo me has vuelto!- gritó. Había caído sobre su rostro y se abrió la ceja izquierda.
-Yo no hice nada. Solamente me aparté para que no me pegaras-.
-Te vas a arrepentir de esto, hijo de puta. Te lo juro que esto no se quedará así-. Me dijo, apuntándome con el índice derecho.
-Haz lo que tengas que hacer. Ahora, vete-.
Cerró de un portazo tan fuerte que el espejo que me había regalado mi madre cayó y se volvió añicos. Encendí un cigarrillo.
No entiendo por qué alguien puede depender tanto emocionalmente de otra. La conocía y sabía que Adriana quería controlarlo todo. Esa era su meta en la vida: tener el control de todo cuanto la rodeaba. Su dependencia entonces consistía en que yo estuviera siempre a sus pies, avisándole cada paso que iba a dar, cada decisión que iba a tomar. Hace mucho que ya había dejado de tener ese poder sobre mí, pero se rehusaba a aceptarlo. Por eso su reacción al verme fuera de su radio de influencia. La desprecié aún más.
Miré el reloj: las cuatro de la tarde. Increíble cómo se pasa el tiempo tan rápido. Se supone que eso sucede cuando uno se está divirtiendo. De pronto me divertía mi miseria.
Me senté al frente de la tele otra vez y me puse a ver una película sobre un tipo que tenía una relación furtiva con su hijastra. Era de esas películas que le gustan a mi mamá: de bajo presupuesto, pésima fotografía y actores desconocidos. El tipo terminó suicidándose después de que su mujer mató a su propia hija a cuchillazos y se tiró por la ventana que daba hacia el patio. Basura.
Me dispuse a salir al supermercado a comprar huevos y un mejor jugo que el que me daba Adriana todas las noches. Revisé si las llaves estaban en los bolsillos del jean y no las encontré. Recordé que las había dejado en la mesa que quedaba al lado de la entrada del apartamento. Raro. No estaban. Creí haberlas dejado allí. Empecé a buscarlas pacientemente por todo el apartamento, ya me había pasado antes. Mientras buscaba, la puerta se abrió. Era Adriana, apuntándome con un revólver.
-¿Qué haces con eso?- le pregunté.
-No te permitiré que me dejes- contestó.
-Baja eso, Adriana- le dije, mientras me acercaba lentamente.
-No me vas a dejar, no lo harás-.
-Ya lo hice-.
-No lo harás- repitió.
Cuando llegué a donde ella estaba, aparté el revólver y le di un abrazo para consolarla. Bajó la guardia.
-Mira: todo va a estar mejor. Lo nuestro debe acabarse, por tu bien y por el mío- le dije, actuando como todos los imbéciles que quieren terminar una relación en buenos términos.
-Yo estaré bien-, me dijo al oído, mientras ponía el frío cañón del revólver en mis sienes.-¡No lo hagas!-gritó.
¡BAM!

Hoy en las noticias de las 11, joven columnista de diario semanal se suicida al frente de su novia después de que la misma decide dejarlo. Tenemos en exclusiva el relato del incidente por parte de la joven Adriana Bustos, ex novia del occiso. En noticias del entretenimiento tenemos el nombre que va a poner la protagonista de la novela estelar de nuestra tele al hijo que está esperando…

FIN
Rodrigo Ricardo Badel

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